viernes, 23 de enero de 2009

La encontró en el parque, tiritando, muerta de amor.
Cada tarde se sentaba bajo el viejo roble, y le contaba los sueños de la noche anterior. Un día, cuando nadie observaba, se quitó su abrigo rojo y trepó, hasta llegar a la rama más fuerte, y una vez allí se tumbo y cerró los ojos, permaneció en silencio, esperando que el alma del roble rugiese, se colase por sus pestañas, y ella fuese explorada por toda aquella naturaleza. Escuchaba los latidos del árbol, el roce de sus hojas, extendía su mano y tanteaba la corteza, con fuerza, estaba enamorada de su piel áspera llena de fantasía, de todas y cada una de sus ramas, de todos aquellos verdes y amarillos. Los domingos que caían en día impar, iba por las noches, descalza, con su abrigo rojo, y subía al árbol, y se quedaba dormida, observando las estrellas.
Una tarde heladora de Octubre, fue como cada día a ver a su amor, pero este había sido cortado, sólo quedaban sus raíces entre la tierra que se humedeció de lágrimas, ella se tumbó en el tronco cortado, y lloró, hasta el amanecer.
Ahora, las tardes las pasa sentada en lo único que queda del roble, algunos días lo empapa de llanto, y otros entierra sus manos en busca de sus ramas, buscándose a ella misma el alma.

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